Pedro Almodóvar nos trae el estreno de “Dolor y Gloria”

Este viernes 7 de junio se estrena “Dolor y Gloria”, una película de Universal Pictures escrita y dirigida por el veterano Pedro Almodóvar, producida por Agustín Almodóvar y Esther García, y protagonizada por Antonio Banderas, Asier Exeandia, Leonardo Sbaraglia, Nora Navas, Penélope Cruz, Cecilia Roth, Julieta Serrano, Susi Sánchez y Julián López.

“Dolor y Gloria” narra una serie de reencuentros de Salvador Mallo, un director de cine en su ocaso. Algunos de ellos físicos, otros recordados: su infancia en los años 60, cuando emigró con sus padres a Paterna, un pueblo de Valencia en busca de prosperidad, el primer deseo, su primer amor adulto ya en el Madrid de los 80, el dolor de la ruptura de este amor cuando todavía estaba vivo y palpitante, la escritura como única terapia para olvidar lo inolvidable, el temprano descubrimiento del cine y el vacío, el inconmensurable vacío ante la imposibilidad de seguir rodando.

“Dolor y Gloria” habla de la creación, de la dificultad de separarla de la propia vida y de las pasiones que le dan sentido y esperanza. En la recuperación de su pasado, Salvador encuentra la necesidad urgente de narrarlo, y en esa necesidad, encuentra también su salvación.

SINOPSIS LARGA

Salvador Mallo es un veterano director de cine, aquejado de múltiples dolencias, el peor de sus males es la incapacidad para seguir rodando. Su estado físico no se lo permite y si no vuelve a rodar su vida carece de sentido.

La mezcla de medicamentos, junto a un eventual escarceo con la heroína, hacen que Salvador pase la mayor parte del día postrado. Este estado de duermevela le traslada a una época de su vida que nunca visitó como narrador: su infancia en los años 60, cuando emigró con sus padres a Paterna, un pueblo de Valencia, en busca de prosperidad. Su madre es la figura faro de esa época, luchando e improvisando para que la familia sobreviviera. También aparece el primer deseo. Su primer amor adulto ya en el Madrid de los 80. El dolor de la ruptura de este amor cuando todavía estaba vivo y palpitante. La escritura como única terapia para olvidar lo inolvidable, el temprano descubrimiento del cine cuando las películas se proyectaban sobre un muro encalado, al aire libre. El cine de su infancia huele a pis (los niños orinaban detrás de ese muro), a jazmín y a brisa de verano. Y también el cine como única salvación frente al dolor, la ausencia y el vacío.

En la recuperación de su pasado, Salvador encuentra la necesidad urgente de narrarlo, y en esa necesidad encuentra también su salvación.

TRILOGÍA

Sin haberlo pretendido Dolor y Gloria es la tercera parte de una trilogía de creación espontánea que ha tardado treinta y dos años en completarse. Las dos primeras partes son La ley del deseo y La mala educación. Las tres películas están protagonizadas por personajes masculinos que son directores de cine, y en las tres el deseo y la ficción cinematográfica son los pilares de la narración, pero la forma en que la ficción se entrevera con la realidad difiere en cada una de ellas. Ficción y vida forman parte de la misma moneda, y la vida siempre incluye dolor y deseo.

Dolor y Gloria revela, entre otros temas, dos historias de amor que han marcado al protagonista, dos historias determinadas por el tiempo y el azar y que se resuelven en la ficción.

La primera es una historia que, cuando ocurre, el protagonista no es consciente de vivirla, la recuerda cincuenta años más tarde. Es la historia de la primera vez que sintió la pulsión del deseo, Salvador tenía nueve años. La impresión fue tan intensa que cayó desmayado al suelo, como fulminado por un rayo.

La segunda es una historia que transcurre en plenos ochenta, cuando el país celebraba la explosión de libertad que llegó con la democracia. Esta historia de amor que Salvador escribe para olvidarse de ella, acaba convertida en monólogo, interpretada por Alberto Crespo y firmada por el actor, Salvador no quiere que nadie le reconozca y le regala la autoría al intérprete, cediendo a su insistente demanda.

El monólogo se titula La adicción y Alberto Crespo lo interpreta frente a una pantalla blanca, desnuda, como único decorado.

LA PANTALLA BLANCA lo representa todo, el cine que Salvador vio en su infancia, su memoria adulta, los viajes con Federico para huir de Madrid y de la heroína, su forja como escritor y como cineasta. La pantalla como testigo, compañía y destino.

LA ADICCIÓN

La historia de La Adicción alude a la pasión vivida por Salvador y Federico, cuando eran jóvenes en los años 80, también explica la razón de su separación, aunque los dos siguieran amándose. El teatro, la palabra interpretada ante una pantalla desnuda, actúa como mensajero entre los antiguos amantes treinta años después.

Federico vuelve a Madrid después de más de treinta años, se mete en una sala de teatro para hacer tiempo y asiste atónito a la dramatización de su historia con Salvador; han cambiado sus nombres pero el dolor, la felicidad y las razones por las que se separó de Salvador son la materia del espectáculo. Narrada en forma de monólogo por Alberto Crespo, Federico reconoce a Salvador en cada palabra aunque sea Crespo quien firme el espectáculo. El monólogo hace posible que los dos antiguos amantes vuelvan a encontrarse. Los tres actores implicados en este bloque de secuencias, Asier Etxeandía (el actor), Leo Sbaraglia (Federico) y Salvador (Antonio Banderas), están deslumbrantes. Creo que es uno de los bloques que más me emocionan.

AUTOREFENCIA

Si uno escribe sobre un director (y tu trabajo consiste en dirigir películas) es imposible no pensar en uno mismo y no tomar tu experiencia como referencia. Era lo más práctico, mi casa es la casa donde vive el personaje de Antonio Banderas, los muebles de la cocina -y el resto del mobiliario- son los míos o se han replicado para la ocasión, los cuadros que cuelgan de sus paredes, la imagen de Antonio, especialmente el pelo, hemos tratado de que se pareciera al mío, los zapatos y mucha de la ropa también me pertenecen. Y el colorido de sus prendas. Cuando había algún rincón que rellenar en el decorado, el diseñador de arte mandaba a su ayudante a mi casa para que cogiera alguno de los muchos objetos con los que convivo. Este es el aspecto más autobiográfico de la película y ha resultado muy cómodo para el equipo, José Luis Alcaine vino varias veces a casa para ver la luz a diferentes horas del día, para reproducirla después en el estudio. Recuerdo que durante los ensayos le dije a Antonio: Si crees que en alguna secuencia te ayuda imitarme puedes hacerlo. Antonio me contestó que no, que no era necesario. Y tenía razón, su personaje no era yo, pero estaba dentro de mí.

SALVADOR

A lo largo del relato vemos al veterano director Salvador Mallo en tres épocas de su vida, su infancia en los años 60 del siglo pasado, su edad adulta en los 80 madrileños, Salvador es un personaje formado en la explosión madrileña de aquella década. También vemos a Salvador en la actualidad, aislado, depresivo, víctima de varias dolencias, apartado del mundo y del cine. Me identifico con todas esas épocas, conozco los lugares y los sentimientos por los que atraviesa el personaje, pero nunca he vivido en una cueva ni me he enamorado de un albañil cuando era niño, por ejemplo, aunque ambas cosas podrían haber ocurrido.

Al principio me tomé como referencia a mí mismo pero, una vez que empiezas a escribir, la ficción establece sus reglas y se independiza del origen, como siempre me ha ocurrido cuando he tratado otros temas con referencias reales; la realidad me proporciona las primeras líneas pero el resto tengo que inventarlas yo, por lo menos ese es el juego al que me gusta jugar.

LA MORTAJA

Años antes de morir mi madre ya le había explicado a mi hermana mayor cómo quería que la amortajaran. Mi hermana la escuchaba con la misma naturalidad con que mi madre hablaba de sí misma muerta. Yo tengo una relación pueril e inmadura con la mortalidad, siempre he admirado la naturalidad que mi madre le inculcó a mi hermana en relación a la muerte y sus ritos, como corresponde a una buena manchega. En mi tierra hay una cultura de la muerte muy rica que consigue humanizar el trance sin que pierda espiritualidad. Desgraciadamente yo no he heredado esta cultura, aunque mi cine esté impregnado de ella.

Siempre que escribía y reescribía la secuencia donde la madre Jacinta le dice a Salvador “si ves que me atan los pies -suelen hacerlo para que los pies no caigan a los lados- tú me los desatas y dices que te lo he pedido yo. Al lugar donde voy quiero entrar muy ligera”, terminaba llorando frente al ordenador.

Llamé a Julieta Serrano para que interpretar a Jacinta a los ochenta y cuatro años. Hacía tiempo que quería trabajar con ella y volverlo a hacer ha supuesto el mismo placer de nuestros rodajes en los años 80.

La vejez ha convertido a Jacinta en una mujer un poco agria y seca. No le hace la vida fácil a su hijo Salvador.

Cuando yo abordaba la cuarta parte del guión, en la secuencia en que Salvador instala a su asistente, Mercedes, en la habitación que antes había ocupado su madre, es Jacinta la que realmente se instala en esa parte del guión y con ella la idea de la muerte. La muerte ya acechaba a la madre, pero también merodeaba en la vida de Salvador cuando la narración es contemporánea. Salvador se sienta en el sillón de orejas donde cuatro años antes se sentaba su madre y le pide a Mercedes una caja de lata donde ella guardaba un montón de chismes.

Pensando en mi propia madre a esa edad yo ya había hecho su versión amable y divertida en La flor de mi secreto, pero para esta ocasión intuía que sería más interesante que las cosas no fueran fáciles entre madre e hijo, que las últimas conversaciones fueran amargas; Jacinta se había convertido en una mujer dura y arisca con los años y le habla al hijo con esa crueldad sin aparente maldad con que las personas mayores y enfermas tratan a sus seres más cercanos.

La interpretación de Julieta Serrano fue desde el primer instante tan precisa y genuina que me deslumbró y quería que su intervención tuviera mayor recorrido. Así que durante el rodaje le escribí, improvisé realmente, varias secuencias nuevas, que brotaron inspiradas por el placer de verlas interpretadas por la actriz, pero que de algún modo estaban escondidas en alguna parte inconsciente de mí mismo, secuencias que se convirtieron en esenciales para la película y que me dejaron tan perplejo como a Salvador, me refiero a las secuencias del pasillo y la de la terraza.

Después de escribirlas y rodarlas las percibo tan reales que me pregunto si entre mi madre y yo hubo algo parecido a este oscuro mar de fondo. Tengo la impresión de que esas secuencias improvisadas dicen más de mí, de mi relación con mis padres y con La Mancha y los lugares en los que viví mi infancia y adolescencia, que todo lo que haya dicho al respecto hasta ahora.

LA ACUARELA / EL PRIMER DESEO

Mientras esperan en la sala de un radiólogo, Mercedes le muestra a Salvador una invitación para una exposición de arte popular anónimo. La invitación muestra una acuarela con un niño sentado en un patio interior, encalado, rodeado de macetas, leyendo un libro, sobre un suelo de baldosas hidráulicas de dibujo “matissiano”. Salvador está impactado por la imagen, va a hablarle de ella a Mercedes, pero en ese momento la enfermera le llama, es su turno para hacerse un TAC en el cuello.

Salvador se desliza dentro de la máquina del TAC como si entrara en una aeronave, superada la claustrofobia inicial la máquina descomunal en forma de donuts gigantesco metálico funciona como túnel del tiempo. A solas con sus recuerdos Salvador evoca el momento en que la acuarela que acaba de ver se llevó a cabo. Ese niño es él, tenía nueve años y vivía con su familia en una cueva de Paterna, una localidad levantina donde había emigrado con la familia en busca de prosperidad. Eran los años 60, los españoles se movían dentro y fuera del país. Era domingo, su madre había ido a coser donde la beata del pueblo, su padre estaba en el bar y él se había quedado en la cueva acompañado de un joven albañil que estaba rematando un trabajo en la pila de la cocina.

Salvador está situado bajo el tragaluz, única respiración de la cueva, bañado por la luz que le da directamente y compone una imagen muy bella y muy impresionista, junto a las macetas, el encalado de las paredes y el suelo hidráulico. El joven albañil -aficionado a la pintura- le contempla un momento, fascinado por la estampa, y decide dibujarlo sobre un saco de cemento y llevarse el boceto a su casa para terminar de colorearlo.

Esta escena le llega entre las radiaciones del TAC como una revelación, la escena es perfectamente limpia, los dos personajes actúan con total inocencia, pero en la distancia de esos cincuenta años que le han llevado a estar atrapado en la máquina del TAC, Salvador descubre la primera pulsión sexual hacia otro hombre, el joven albañil. El momento, arrebatador y mágico, cristaliza en aquella acuarela, que el albañil le enviaría meses después cuando ninguno de los dos estaba en Paterna. Salvador se hallaba en un seminario para poder estudiar el bachiller y su madre nunca le mencionó el envío de la acuarela con una tierna nota escrita en el reverso por el joven albañil. Ella fue la única que advirtió que entre aquellos dos chicos estaba naciendo un sentimiento que debía abortar antes de que tomara forma y los arrollara. E interceptó su comunicación entre ambos. La acuarela acabó en el rastro de Barcelona y un coleccionista de obras anónimas la compró y la expuso en una pequeña galería madrileña donde Salvador pudo comprarla cincuenta años después.

Salvador vuelve a sentir una pulsión tan poderosa como la del deseo de antaño; en esta ocasión es el deseo de narrar el origen y las circunstancias en que fue pintada la acuarela, y su vida en la cueva, cómo le enseñó al albañil a leer y a escribir, bajo la mirada vigilante de su madre, a cambio de que le pintara la cueva y le arreglara la pila. Una época de penuria para la familia que él recuerda siempre bañada por la luz del lucernario que conectaba la cueva con el exótico exterior.

Salvador se lanza al ordenador cuando llegan a su casa y vuelve a sentir la excitación de adentrarse en la escritura, dispuesto a vivir la única aventura que a lo largo de toda su vida le ha proporcionado ilusión y sentido.

GEOGRAFÍA Y ANATOMÍA

Reducir a una lista de ciudades y dolencias, a propósito de los capítulos llamados Geografía y Anatomía, respectivamente, me pareció el modo más sintético de establecer la mala educación recibida por el niño Salvador y su descubrimiento de la geografía (a través de los viajes de promoción, como director) y de la anatomía a través del dolor y las enfermedades.

En solo tres páginas resumía la pobre infancia académica del protagonista y establecía su profesión como director de cine que había conocido el éxito, de otro modo no habría viajado para promocionar su obra; al mismo tiempo, en esas mismas páginas informaba de sus múltiples problemas de salud dedicándole el mínimo tiempo al asunto, sin necesidad de volver sobre el tema. El dolor es muy pasivo, poco cinematográfico y aburrido de contar, pero tenía que mencionarlo de algún modo para situar al protagonista y explicar su eventual reacción autodestructiva, su melancolía y misantropía.

La fuerza narrativa de estas dos secuencias (Geografía y Anatomía) se apoya en la música dinámica y teatral compuesta por Alberto Iglesias y en las piezas animadas de un modo tan pedagógico como original por Juan Gatti.

Además de estas piezas, me he permitido subrayar dos párrafos de dos libros que Salvador está leyendo: El libro del desasosiego, de Pessoa, y Nada crece a la luz de la luna, de Torborg Nedreaas, para indicar lo que bulle por su cabeza. No es un recurso tan lucido como el de los capítulos de Geografía y Anatomía, pero espero que ayude a entender el depresivo estado mental del protagonista.

MÚSICA

Alberto Iglesias ha compuesto la banda sonora, como viene haciendo desde La flor de mi secreto (1995).

En esta ocasión divide su partitura en tres distintas sonoridades o ambientes. La primera está relacionada con las vueltas al pasado del protagonista. Las piezas derivan de la luz cenital de la cueva, todas están conectadas con la luz solar de Paterna y la luz cenital que alumbra la existencia del niño Salvador en la cueva.

La segunda sonoridad está relacionada con los momentos de dolor y aislamiento. Las frases musicales suspendidas cubren los silencios y conviven dentro de los diálogos más dramáticos, como parte de ellos. Esta segunda sonoridad también adopta patrones más rápidos, y repetitivos, (en la discusión entre Alberto y Salvador, por ejemplo), movimientos musicales más frenéticos o pequeños temblores. La primera acepción nos evoca al personaje en suspensión (en soledad y postración), la propia música aparece suspendida, cuando el ritmo crece y se oscurece la música conecta con la ansiedad del personaje.

La tercera sonoridad envuelve las escenas de la madre mayor y el hijo, en Madrid. La música adopta la actitud de la madre ante la muerte, no es un preámbulo fúnebre sino natural y de alguna manera luminoso en su sencilla espiritualidad (“Donde estoy no hace frío ni calor”, dice en el hospital refiriéndose a una vecina muerta. O “allá donde voy quiero entrar muy ligera”). Es inevitable que la música contenga cierta melancolía (feliz) para llegar a un lugar utópico, el preámbulo de una muerte aceptada sin miedos.

La banda sonora está escrita para un sexteto de cuerda, con piano y clarinete. Hay momentos de mayor envergadura sonora y orquestal pero sin rebasar los límites de la intimidad. Alberto Iglesias, como siempre, ha creado una música que nace desde el fondo de las imágenes como algo orgánico, que las envuelve y acompaña en su travesía narrativa.

Una vez más me ha sorprendido su originalidad, su versatilidad, su capacidad y su entrega.

CANCIONES

Rosalía canta la copla A tu vera a capela en el río, junto a un coro de lavanderas. Es uno de los recuerdos más felices de Salvador. Ver a su madre exultante tendiendo la ropa entre juncos y matas de poleo, a la orilla del río.

La vie en rose, en la mítica versión de Grace Jones, en pleno esplendor de la música disco, aparece en el monólogo de Alberto Crespo.

Cómo pudiste hacerme esto a mí de Alaska y Dinarama acompaña los títulos de crédito de Sabor, la película de Salvador Mallo que se proyecta en la Filmoteca. El tema sirve para ponerle fecha a la película, a mediados de los 80, además de rendirle tributo a su autor, Carlos Berlanga, uno de los grandes iconos de esa época, además de un amigo muy querido.

He buscado artistas (actores, pintores, músicos) con los que me siento familiarizado y que en la mayoría de los casos, he crecido junto a ellos. Lucen muy presentes las obras de los pintores Guillermo Pérez Villalta, Sigfrido Martín Begué, Jorge Galindo, Manolo Quejido, Miguel Ángel Campano, Dis Berlín, etc. Todos procedentes de los últimos setenta y con los que me he formado en más de un sentido. Este es uno de los aspectos más autobiográficos de la película. Todo me es familiar. Y por supuesto, y volviendo a la música, la presencia de Chavela Vargas y Mina pertenecen a mi familia emocional y artística.

De Mina he escogido Come sinfonia para que acompañe toda la escena del boceto de la acuarela. Es un tema de 1960 lleno de delicadeza y una sensación de verano ocioso y placentero.

Chavela irrumpe en pleno monólogo con una estrofa de La noche de mi amor, pletórica, infinita en su clamor: Quiero la alegría de un barco volviendo, y mil campanas de gloria tañendo, para brindar la noche de mi amor.

LOS ACTORES

Ha sido una sorpresa y un descubrimiento trabajar con Asier Etxeandía y Leo Sbaraglia. No puedo sino mostrar mi admiración por su interpretación en dos personajes tan importantes sin los que la película no se sostendría. Pero el eje sobre el que gira la narración es Antonio Banderas en su interpretación del doliente y aislado Salvador Mallo. Creo que este es el mejor trabajo de Antonio desde Átame! Dolor y Gloria supone, a mi juicio, su renacimiento como actor y el inicio de una nueva etapa. Espero que nadie me malentienda. Antonio continúa siendo uno de los actores que mejor escucha y mira a sus compañeros de plano, pero en esta ocasión el fuego de su mirada viene desde más hondo. Todos los que hemos sido testigos de su interpretación, día a día, estábamos conmocionados. Ha escogido, conmigo de la mano, la tesitura opuesta a la que caracteriza sus trabajos más importantes, porque el aliento del personaje es el opuesto a la bravura de los personajes que ha interpretado hasta ahora.

Profundo, sutil, con una galería variadísima de gestos minúsculos, ha sacado adelante un personaje muy difícil y lleno de riesgos.

Penélope Cruz es la madre, cuando el personaje es joven en los años 60. De mayor, como ya he comentado, lo interpreta Julieta Serrano.

Desde que empezamos a trabajar juntos siempre he visto a Penélope como el paradigma de la madre española en su versión cinematográfica. En Dolor y Gloria la madre que interpreta es distinta, por ejemplo, de la madre de Volver, ambas son de origen rural y con una capacidad infinita para luchar y sobrevivir, pero las épocas que les ha tocado vivir son muy distintas. En Volver era una madre contemporánea y en Dolor y Gloria una madre de postguerra. Mal vestida, peor peinada y a principios de los 60 tal vez sea inevitable pensar de nuevo en Sophia Loren, la madre de todas las madres. Pero en Dolor y Gloria además de la lucha por sobrevivir cada día, como todas las mujeres de su generación, hay una amargura mansa, algo que se parece a la humillación que Penélope resuelve con finura y sin aspavientos. Conozco a ese tipo de mujeres, me formé con ellas. Aunque la hemos despojado de todo glamur, la belleza de Penélope emerge, si cabe, con más fuerza.

Gracias desde aquí a Raúl Arévalo, que interpreta al marido de Penélope Cruz, un cameo que él defiende como si fuera el protagonista. Y a Nora Navas, Susi Sánchez y Cecilia Roth, perfectas en sus papeles de asistente, beata del pueblo y actriz.

La película tiene la fortuna de haber supuesto el bautismo de dos actores a los que auguro un brillante porvenir. Los dos debutan en Dolor y Gloria. Me refiero al niño Asier Flores -interpreta a Salvador niño- y al joven César Vicente.

Contar con un niño-actor de nueve años es una bendición, y contemplar la espontaneidad, hondura y pureza de César Vicente, un privilegio. Los dos rezuman verdad y la cámara les adora. Descubrir el nacimiento de dos actores y ser el primer testigo de su eclosión es uno de los grandes regalos de ser director de cine.

FOTOGRAFÍA

Una vez más he contado con José Luis Alcaine como director de fotografía. José Luis es el director de fotografía al que me he mantenido más fiel, más de la mitad de mis películas las he hecho con él. Tal vez por eso no hablamos mucho antes de hacer las pruebas de cámara, de todos modos, yo ya le ofrezco en los decorados la gama de colores que quiero que predomine en cada película. La verdad es que tenemos el mismo criterio sin que hablemos mucho de ello.

Para Dolor y Gloria le di dos indicaciones, los claroscuros, para marcar no solo la noche sino la oscuridad en la que vive el protagonista, y la profundidad de foco. Quería que los segundos y terceros términos (y los fondos) tuvieran el máximo foco posible. El personaje de Antonio Banderas vive aislado y, si los elementos que le rodean y los fondos aparecen en foco, la sensación de soledad es mayor.

Además de los claroscuros ocasionales, a pesar de que el protagonista atraviesa una etapa muy sombría, los objetos que le rodean están llenos de color, está rodeado de belleza y de arte. Esto indica que antes de entrar en crisis el personaje ha tenido éxito en su trabajo (este es mi único comentario sobre la Gloria del título), que es un personaje de gustos eclécticos, formado en los años del Madrid posmoderno.

Alcaine siempre se ha inspirado en la pintura para iluminar sus películas. Coincidimos en las referencias a Velázquez, Rembrandt, Edward Hopper… En Dolor y Gloria también hace referencia a la luz de Bacon y a sus hombres solitarios.

Estoy entusiasmado con esta última colaboración.